miércoles, 16 de mayo de 2012

El tiempo sagrado y los mitos - M. Eliade


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EL TIEMPO SAGRADO Y LOS MITOS

por Mircea Eliade

[Capítulo II de Lo Sagrado y lo profano, Barcelona: Editorial Labor, 1979 (1957), 3ra. Edición]

DURACIÓN PROFANA Y TIEMPO SAGRADO

Como el espacio, el Tiempo no es, para el hombre religioso, homogéneo ni continuo. Existen los intervalos de Tiempo sagrado, el tiempo de las fiestas (en su mayoría fiestas periódicas); existe, por otra parte, el Tiempo profano, la duración temporal ordinaria en que se inscriben los actos despojados de significación religiosa. Entre estas dos clases de Tiempo hay, bien entendido, una solución de continuidad; pero, por medio de ritos, el hombre religioso puede «pasar» sin peligro de la duración temporal ordinaria al Tiempo sagrado.

Una diferencia esencial entre estas dos clases de Tiempo nos sorprende ante todo: el Tiempo sagrado es por su propia naturaleza reversible, en el sentido de que es, propiamente hablando, un Tiempo mítico primordial hecho presente. Toda fiesta religiosa, todo Tiempo litúrgico, consiste en la reactualización de un acontecimiento sagrado que tuvo lugar en un pasado mítico, «al comienzo». Participar religiosamente en una fiesta implica el salir de la duración temporal «ordinaria» para reintegrar el Tiempo mítico reactualizado por la fiesta misma. El Tiempo sagrado es, por consiguiente, indefinidamente recuperable, indefinidamente repetible. Desde un cierto punto de vista, podría decirse de él que no «transcurre», que no constituye una «duración» irreversible. Es un Tiempo ontológico por excelencia, «parmenídeo»: siempre igual a sí mismo, no cambia ni se agota. En cada fiesta periódica se reencuentra el mismo Tiempo sagrado, el mismo que se había manifestado en la fiesta del año precedente o en la fiesta de hace un siglo: es el Tiempo creado y santificado por los dioses a raíz de sus gesta, que se reactualizan precisamente por la fiesta. En otros términos: se reencuentra en la fiesta la primera aparición del Tiempo sagrado, tal como se efectuó ab origine; in illo tempore. Pues ese Tiempo sagrado en que se desarrolla la fiesta no existía antes de los gesta divinos conmemorados por ella. Al crear las diferentes realidades que constituyen hoy día el Mundo, los dioses fundaban asimismo el Tiempo sagrado, ya que el Tiempo contemporáneo de una creación quedaba necesariamente santificado por la presencia y la actividad divina.

El hombre religioso vive así en dos clases de Tiempo, de las cuales la más importante, el Tiempo sagrado, se presenta bajo el aspecto paradójico de un Tiempo circular, reversible y recuperable, como una especie de eterno presente mítico que se reintegra periódicamente mediante el artificio de los ritos. Este comportamiento con respecto al Tiempo basta para distinguir al hombre religioso del no-religioso: el primero se niega a vivir tan sólo en lo que en términos modernos se llama el «presente histórico»; se esfuerza por incorporarse a un Tiempo sagrado que, en ciertos aspectos, puede equipararse con la «Eternidad».

Sería más difícil precisar en pocas palabras lo que es el Tiempo para el hombre no-religioso de las sociedades modernas. No pretendemos hablar de las filosofías modernas del Tiempo ni de conceptos que la ciencia contemporánea utiliza para sus propias investigaciones. Nuestra meta no es la de comparar sistemas o filosofías, sino comportamientos existenciales. Ahora bien: lo que se puede comprobar con relación a un hombre no-religioso es que también conoce una cierta discontinuidad y heterogeneidad del Tiempo. Para él también existe, fuera del tiempo más bien monótono del trabajo, el tiempo de los regocijos y de los espectáculos, el «tiempo festivo». También vive de acuerdo con ritmos temporales diversos y conoce tiempos de intensidad variable: cuando escucha su música predilecta o, enamorado, espera o se encuentra con la persona amada, experimenta evidentemente un ritmo temporal diferente a cuando trabaja o se aburre.

Pero, con relación al hombre religioso, existe una diferencia esencial: este último conoce intervalos «sagrados» que no participan de la duración temporal que les precede y les sigue, que tienen una estructura totalmente diferente y otro «origen», pues es un Tiempo primordial, santificado por los dioses y susceptible de hacerse presente por medio de la fiesta. Para el hombre no-religioso, esta cualidad transhumana del tiempo litúrgico resulta inaccesible. Para el hombre no-religioso, el Tiempo no puede presentar ni ruptura ni «misterio»: constituye la más profunda dimensión existencial del hombre, está ligado a su propia existencia, pues tiene un comienzo y un fin, que es la muerte, el aniquilamiento de la existencia. Cualquiera que sea la multiplicidad de los ritmos temporales que experimente y sus diferentes intensidades, el hombre no-religioso sabe que se trata siempre de una experiencia humana en la que no puede insertarse ninguna presencia divina.

Para el hombre religioso, al contrario, la duración temporal profana es susceptible de ser «detenida» periódicamente por la inserción, mediante ritos, de un Tiempo sagrado, no-histórico (en el sentido que no pertenece al presente histórico). Al igual que una iglesia constituye una ruptura de nivel dentro del espacio profano de una ciudad moderna, el servicio religioso que se celebra en el interior de su recinto señala una ruptura en la duración temporal profana: ya no es el Tiempo histórico actual lo que en ella está presente, ese tiempo que se vive, por ejemplo, en las calles y las casas vecinas, sino el Tiempo en el que se desarrolló la existencia histórica de Jesucristo, el tiempo santificado por su predicación, por su pasión, su muerte y su resurrección. Precisemos, no obstante, que este ejemplo no destaca con la debida claridad todas las diferencias que existen entre el Tiempo profano y el Tiempo sagrado; en comparación a las demás religiones, el cristianismo ha renovado, efectivamente, la experiencia y el concepto del Tiempo litúrgico al afirmar la historicidad de la persona de Cristo. Para el creyente, la liturgia se desarrolla en un Tiempo histórico santificado por la encarnación del Hijo de Dios. El Tiempo sagrado, reactualizado periódicamente en las religiones pre-cristianas (sobre todo en las religiones arcaicas), es un Tiempo mítico, un Tiempo primordial (inidentificable con el pasado histórico), un Tiempo original en el sentido de que ha surgido «de golpe», de que no le precedía ningún Tiempo, porque no podía existir Tiempo alguno antes de la aparición de la realidad relatada por el mito.

Es esta concepción arcaica del Tiempo mítico la que nos interesa ante todo. A continuación se verán las diferencias con el judaismo y el cristianismo.

TEMPLUM-TEMPUS

Comencemos por algunos hechos que ofrecen la ventaja de revelarnos de golpe el comportamiento del hombre religioso con respecto al Tiempo. Una advertencia preliminar que tiene su importancia: en muchas lenguas de las poblaciones aborígenes de América del Norte, el término «Mundo» (= Cosmos) se utiliza asimismo en el sentido de «Año». Los yokut dicen: «el Mundo ha pasado» para expresar «que ha transcurrido un año». Para los yuki, el «Año» se designa con los vocablos «Tierra» o «Mundo». Dicen, como los yokut: «la Tierra ha pasado» cuando ha transcurrido un año. El vocabulario revela la solidaridad religiosa entre el Mundo y el Tiempo cósmico. El Cosmos se concibe como una unidad viviente que nace, se desarrolla y se extingue el último día del Año, para renacer el Año Nuevo. Veremos que este re-nacimiento es un nacimiento, que el Cosmos renace cada Año porque cada Nuevo Año el Tiempo comienza ab initio.

La solidaridad cósmico-temporal es de naturaleza religiosa: el Cosmos es homologable al Tiempo cósmico (el «Año»), porque tanto uno como otro son realidades sagradas, creaciones divinas. Entre ciertas poblaciones norteamericanas, esta solidaridad cósmico-temporal se revela en la estructura misma de los edificios sagrados. Puesto que el Templo representa la imagen del Mundo, comporta asimismo un simbolismo temporal. Es lo que se comprueba, por ejemplo, entre los algonkinos y los sioux. Su cabaña sagrada, que, como hemos visto, representa el Universo, simboliza al propio tiempo al Año. Pues al Año se le concibe como un recorrido a lo largo de las cuatro direcciones cardinales, significadas por las cuatro ventanas y las cuatro puertas de la cabaña sagrada. Los dakota dicen: «el Año es un círculo alrededor del Mundo», es decir, alrededor de su cabaña sagrada, que es una imagro mundi.[1]

En la India se encuentra un ejemplo aún más claro. Hemos visto que la erección de un altar equivale a la repetición de la cosmogonía. Ahora bien: los textos añaden que el «altar del fuego es el Año», y explican en este sentido su simbolismo temporal: los 360 ladrillos de cercado corresponden a las 360 noches del año y los 360 ladrillos yajusmati a los 360 días (çatapatha Bráhmana, X, 5, iv, 10; etc.). En otros términos: en toda construcción de un altar del fuego no sólo se rehace el mundo, sino también se «construye el Año»; se regenera el Tiempo creándole de nuevo. Por otra parte, el Año se asimila a Prajápati, el dios cósmico; "con cada nuevo altar se reanima Prajápati, se refuerza la santidad del mundo. No se trata del Tiempo profano, de la simple duración temporal, sino de la santificación del Tiempo cósmico. Lo que se persigue es la santificación del mundo, su intersección en un Tiempo sagrado.

Reencontramos un simbolismo temporal análogo integrado en el simbolismo cosmológico del Templo de Jerusalén. Según Flavio Josefo (Ant. Iud., III, viii, 7), los doce panes que se encontraban sobre la mesa significaban los doce meses del Año y el candelabro de 70 brazos representaba a los decanos (es decir, la división zodiacal de los siete planetas en decenas). El Templo era una imago mundi: por encontrarse en el «Centro del Mundo, en Jerusalén no sólo santificaba el Cosmos por entero, sino también la vida cósmica, es decir, el Tiempo.

Es mérito de Hermann Usener haber sido el primero en explicar el parentesco etimológico entre templum y tempus, interpretando estos dos términos por la noción de intersección («Schneidung», «Kreuzung»).[2] Investigaciones posteriores han precisado aún más este descubrimiento: «Templum designa el aspecto espacial; tempus, el aspecto temporal del movimiento del horizonte en el espacio y en el tiempo».[3]

La significación profunda de todos estos hechos parece ser la siguiente: para el hombre religioso de las culturas arcaicas, el Mundo se renueva anualmente; en otros términos: reencuentra en cada Año Nuevo la «santidad» original que tenía cuando salió de manos del Creador. Este simbolismo está indicado claramente en la estructura arquitectónica de los santuarios. Puesto que el Templo es a la vez el lugar santo por excelencia y la imagen del Mundo, santifica el Cosmos por entero y santifica igualmente la vida cósmica. Ahora bien: a esta vida cósmica se la concebía bajo la forma de una trayectoria circular. Se identificaba con el Año. El Año era un círculo cerrado: tenía un comienzo y un final, pero tenia también la particularidad de que podía «renacer» bajo la forma de un Año Nuevo. Con cada Año Nuevo venía a la existencia un Tiempo «nuevo», puro y santo porque no estaba desgastado aún.

Pero el Tiempo renacía, recomenzaba porque en cada Año Nuevo recreaba de nuevo el Mundo. Hemos comprobado en el capitulo precedente la importancia considerable del mito cosmogónico, en tanto que modelo ejemplar de toda especie de creación y de construcción. Añadamos que la cosmogonía comporta igualmente la creación del Tiempo. Más aún: como la cosmogonía es el arquetipo de toda «creación», el Tiempo cósmico que hace surgir la cosmogonía es el modelo ejemplar de todos los demás tiempos, es decir, de los tiempos específicos de las diversas categorías existentes. Expliquémonos: para el hombre religioso de las estructuras arcaicas, toda creación, toda existencia comienza en el Tiempo: antes que una cosa exista, el tiempo que le corresponde no podía existir. Antes que el Cosmos entrase en la existencia, no había tiempo cósmico. Antes que una determinada especie vegetal fuese creada, el tiempo que necesita ahora para brotar, producir fruto y perecer no existía. Por esta razón toda creación es concebida como si tuviera lugar en el comienzo del Tiempo, in principio. El Tiempo surge con la primera aparición de una nueva categoría de existentes. He aquí por qué el mito desempeña un papel tan considerable: como lo habremos de ver más adelante, es el mito lo que revela cómo ha llegado a la existencia una realidad.

REPETICIÓN ANUAL DE LA COSMOGONÍA

Es el mito cosmogónico el que relata cómo vino a la existencia el Cosmos. En Babilonia, en el curso de la ceremonia akitu, que se efectuaba en los últimos días del año y los primeros días del Año Nuevo, se recitaba solemnemente el «Poema de la Creación», el Enuma elish. Por la recitación ritual se reactualizaba el combate entre Marduk y el monstruo marino Tiamat que tuvo lugar ab origine, y que había puesto fin al Caos con la victoria final del Dios. Marduk había creado el Cosmos con el cuerpo desgarrado de Tiamat y había creado al hombre con la sangre del demonio Kingu, el principal aliado de Tiamat. De que esta conmemoración de la Creación era efectivamente una reactualización del acto cosmogónico, tenemos la prueba tanto en los rituales como en las fórmulas pronunciadas en el curso de la ceremonia.

En efecto, el combate entre Tiamat y Marduk era representado miméticamente por una lucha entre dos grupos de figurantes, por un ceremonial que reaparece entre los hititas, siempre en el cuadro del escenario dramático del Año Nuevo, entre los egipcios y en Ras Shamra. La lucha entre dos grupos de figurantes repetía el tránsito del Caos al Cosmos, actualizaba la cosmogonía. El acontecimiento mítico volvía a hacerse presente. «¡Ojalá continúe venciendo a Tiamat y abreviando sus días!», exclamaba el oficiante. El Combate, la Victoria y la Creación habían tenido lugar en ese mismo instante, hic et nunc.

Puesto que el Año Nuevo es una reactualización de la cosmogonía, implica la reanudación del Tiempo en su comienzo, es decir, la restauración del Tiempo primordial, del Tiempo «puro», del que existía en el momento de la Creación. Por esta razón, con ocasión del Año Nuevo, se procede a realizar «purificaciones» y a la expulsión de los pecados, de los demonios o sencillamente de un chivo expiatorio. Pues no se trata únicamente de la cesación efectiva de un cierto intervalo temporal y del principio de otro intervalo (como se imagina, por ejemplo, un hombre moderno), sino de la abolición del año pasado y del tiempo transcurrido. Tal es, por lo demás, el sentido de las purificaciones rituales: una combustión, una anulación de los pecados y de las faltas del individuo y de la comunidad en su conjunto y no una simple «purificación».

El Nauróz —el Año Nuevo persa— conmemora el día en que tuvo lugar la Creación del Mundo o del hombre. El día del Nauróz se efectuaba la «renovación de la Creación», como se expresaba el historiador árabe Albíruni. El rey proclamaba: «He aquí un nuevo día, de un nuevo mes, de un nuevo año: hay que renovar todo lo que el tiempo ha desgastado.» El tiempo había desgastado al ser humano, a la sociedad, al Cosmos, y este Tiempo destructor era el Tiempo profano, la duración propiamente dicha: era preciso aboliría, para reintegrar el momento mítico en que el mundo había venido a la existencia inmerso en un tiempo «puro», «fuerte» y sagrado. La abolición del Tiempo profano transcurrido se efectuaba por medio de ritos que significaban una especie de «fin del mundo». La extinción de los fuegos, el retorno de las almas de los muertos, la confusión social del tipo de las Saturnales, la licencia erótica, las orgías, etc., simbolizaban la regresión del Cosmos al Caos. El último día del año, el Universo se disolvía en las aguas primordiales. El monstruo marino Tiamat, símbolo de las tinieblas, de lo amorfo, de lo no manifiesto, resucitaba y volvía de nuevo amenazador. El Mundo que había existido durante todo un año desaparecía realmente. Puesto que Tiamat estaba de nuevo ahí, el Cosmos quedaba anulado y Marduk se veía obligado a crearlo una vez más, tras haber vencido de nuevo a Tiamat.[4]

La significación de esta regresión periódica del mundo a una modalidad caótica era la siguiente: todos los «pecados» del año, todo lo que el tiempo había mancillado y desgastado, quedaba aniquilado en el sentido físico del término. Al participar simbólicamente en la aniquilación y en la recreación del Mundo, el hombre era a su vez creado de nuevo; renacía, porque comenzaba una existencia nueva. En cada Año Nuevo, el hombre se sentía más libre y más puro, pues se había liberado del fardo de sus faltas y de sus pecados. Había reintegrado el Tiempo fabuloso de la Creación, es decir, un Tiempo sagrado y «fuerte»; sagrado porque lo transfiguraba la presencia de los dioses; «fuerte» porque era el Tiempo propio y exclusivo de la creación más gigantesca que se haya nunca efectuado: la del Universo. Simbólicamente, el hombre se hacía contemporáneo de la cosmogonía, asistía a la creación del Mundo. En el Oriente Próximo antiguo participaba incluso activamente en esta creación (cf. los dos grupos antagonistas que representaba al Dios y al Monstruo marino).

Es fácil de comprender por qué el recuerdo de este Tiempo prestigioso obsesionaba al hombre religioso, por qué se esforzaba periódicamente por incorporarse a él: in illo tempore, los dioses habían mostrado el apogeo de su poderío. La cosmogonía es la suprema manifestación divina, el gesto ejemplar de fuerza, de sobreabundancia y de creatividad. El hombre religioso está sediento de lo real. Por todos sus medios se esfuerza por instalarse en la fuente de la realidad primordial, cuando el mundo estaba en statu nascendi.

REGENERACIÓN POR RETORNO AL TIEMPO ORIGINAL

Todo esto merece un desarrollo, pero de momento hay dos elementos que deben retener nuestra atención: 1.°) por la repetición anual de la cosmogonía, el Tiempo se regeneraba, recomenzaba en tanto que Tiempo sagrado, pues coincidía con el illud tempus en que el mundo había venido por vez primera a la existencia; 2.°) participando ritualmente en el «fin del Mundo» y en su «recreación», el hombre se hacía contemporáneo del illud tempus, nacía, por tanto, de nuevo, recomenzaba su existencia con la reserva de fuerzas vitales intacta, tal como lo había estado en el momento de su nacimiento.

Estos hechos son importantes: nos desvelan el secreto del comportamiento del hombre religioso con respecto al Tiempo. Puesto que el Tiempo sagrado y fuerte es el Tiempo del origen, el instante prodigioso en que una realidad ha sido creada, o se ha manifestado plenamente por vez primera, el hombre se esforzará por incorporarse periódicamente a ese Tiempo original. Esta reactualización ritual del illud tempus de la primera epifanía de una realidad está en la base de todos los calendarios sagrados: la festividad no es la «conmemoración» de un acontecimiento mítico (y, por tanto, religioso), sino su reactualización.

El Tiempo del origen por excelencia es el Tiempo de la cosmogonía, el instante en que apareció la realidad más vasta, el Mundo. Por esta razón, como hemos visto en el capítulo precedente, la cosmogonía sirve de modelo ejemplar a toda «creación», a toda clase de «hacer». Por la misma razón, el Tiempo cosmogónico sirve de modelo a todos los Tiempos sagrados, pues si el tiempo sagrado es aquel en que todos los dioses se han manifestado y han creado, es evidente que la manifestación divina más completa y la más gigantesca creación es la Creación del mundo.

El hombre religioso reactualiza, pues, la cosmogonía no sólo todas las veces que «crea» cualquier cosa (su propio «mundo» —el territorio habitado— o una ciudad, una casa, etc.), sino también cuando quiere asegurar un reinado feliz a un nuevo soberano o le es preciso salvar las cosechas comprometidas, o llevar con éxito una guerra, una expedición marítima, etc. Pero, sobre todo, donde la recitación ritual del mito cosmogónico desempeña un importante papel es en las curaciones, en las que se persigue la regeneración del ser humano. En Fidji, el ceremonial de la instalación de un nuevo soberano se llama «creación del Mundo», y el mismo ceremonial se repite para salvar las cosechas comprometidas. Tal vez es en Polinesia donde se encuentra la más vasta aplicación ritual del mito cosmogónico. Las palabras que lo pronunciara in illo tempore para crear el mundo se han convertido en fórmulas rituales. Los hombres las repiten en múltiples ocasiones: para fecundar una matriz estéril, para curar (tanto las enfermedades del cuerpo como las del espíritu), para prepararse para la guerra, también en la hora de la muerte, o para estimular la inspiración poética.[5]

El mito cosmogónico sirve así a los polinesios de modelo arquetípico de todas las «creaciones», cualquiera que sea el plano en que éstas se efectúan: biológico, psicológico, espiritual. Pero, puesto que la recitación ritual del mito cosmogónico implica la reactualización de este acontecimiento primordial, se deduce que aquel para quien se recita queda proyectado mágicamente al «comienzo del Mundo» y se convierte en contemporáneo de la cosmogonía. Se trata para él de un retorno al Tiempo de origen, cuya finalidad terapéutica es la de comenzar una nueva vez la existencia, el nacer (simbólicamente) de nuevo. La concepción subyacente a estos ritos de curación parece ser la siguiente: la Vida no puede repararse, sino tan sólo recrearse por la repetición simbólica de la cosmogonía, pues la cosmogonía es el modelo ejemplar de toda creación.

Se comprende mejor aún la función regeneradora del retorno al Tiempo del origen cuando se examina más de cerca la terapéutica arcaica, como, por ejemplo, la de los nakhi, pueblo tibeto-birmano que vive en la China del Sudoeste (provincia del Yunnan). El ritual de curación consiste, propiamente hablando, en la recitación solemne del mito de la Creación del Mundo, seguido de la de mitos referentes al origen de las enfermedades (provocadas por la cólera de las serpientes) y de la aparición del primer chamán-curador que trajo a los humanos los medicamentos necesarios. Casi todos los rituales evocan el comienzo, el Tiempo mítico en el que el mundo no existía aún: «En el comienzo, en el tiempo en que los cielos, el sol, la luna, los astros, los planetas y la tierra no habían aparecido todavía, cuando aún nada había aparecido, etcétera»; sigue la cosmogonía y la aparición de las serpientes: «En el tiempo en que apareció el cielo, el sol, la luna, los astros y los planetas y la tierra se esparcieron; cuando las montañas, los valles, los árboles y las rocas aparecieron, en este momento aparecieron los nagas y los dragones, etc.» Se relata a continuación el nacimiento del primer curador y la aparición de medicamentos. Y se añade: «Hay que contar el origen del remedio, de lo contrario no se puede hablar de él».[6]

Lo que interesa subrayar en relación con estos cantos mágicos de fin medicinal es que el mito del origen de los remedios está siempre incorporado al mito cosmogónico. En las terapéuticas primitivas y tradicionales un remedio no resulta eficaz hasta no haberse mencionado ritualmente su origen ante el enfermo. Gran número de encantos del Oriente Próximo y de Europa contienen la historia de la enfermedad o del «demon» que la provoca y evocan el momento mítico en que una divinidad o un santo ha logrado domeñar el mal.[7] La eficacia terapéutica del encanto reside en el hecho de que, pronunciado ritualmente, reactualiza el Tiempo mítico del «origen», tanto el origen del Mundo como el origen de la enfermedad y de su tratamiento.

EL TIEMPO «FESTIVO» Y LA ESTRUCTURA DE LAS FIESTAS

El Tiempo del origen de una realidad, es decir, el Tiempo fundado por su primera aparición, tiene un valor y una función ejemplar; por esta razón el hombre se esfuerza por reactualizarlo periódicamente por medio de rituales apropiados. Mas la «primera manifestación» de una realidad equivale a su creación por los Seres divinos o semidivinos: reencontrar el Tiempo del origen implica, por consiguiente, la repetición ritual del acto creador de los dioses. La reactualización periódica de los actos creadores efectuados por los seres divinos in illo tempore constituye el calendario sagrado, el conjunto de fiestas. Una fiesta se desarrolla siempre en el Tiempo original. Y precisamente es esta reintegración del Tiempo original y sagrado lo que diferencia el comportamiento humano durante la fiesta del comportamiento de antes o de después.

En muchos casos se entregan los hombres durante la fiesta a los mismos actos que en los intervalos no festivos; el hombre religioso cree que vive entonces en otro tiempo, que ha logrado reencontrar el illud tempus mítico.

Durante las ceremonias totémicas anuales del tipo intichiuma, los australianos arunta reemprenden el itinerario seguido por el Antepasado mi-tico del clan en la época altcheringa (literalmente, «Tiempo del sueño»). Se detienen en los innumerables lugares donde se detuvo el Antepasado y repiten los mismos gestos que hizo in illo tempore. Durante toda la ceremonia ayunan, no llevan armas y se abstienen de todo contacto con sus mujeres o con los miembros de otros clanes. Están completamente inmersos en el «Tiempo del sueño».[8]

Las fiestas celebradas anualmente en la isla polinesia de Tikopia reproducen las «obras de los dioses», los actos por los cuales en los tiempos míticos los dioses modelaron el mundo tal como es hoy.[9] El tiempo «festivo» en el que se vive durante las ceremonias se caracteriza por ciertas prohibiciones (tabú): nada de ruido, de juego, de danza. El tránsito del Tiempo profano al Tiempo sagrado se indica por el corte ritual de un trozo de madera en dos. Las múltiples ceremonias que constituyen las fiestas periódicas y que, para repetirlo, no son sino la reiteración de gestos ejemplares de los dioses, no se distinguen, aparentemente, de las actividades normales: se trata de reparaciones rituales de barcos, de ritos relativos al cultivo de plantas alimenticias (yam, caro, etc.), de restauración de santuarios. Pero en realidad todas estas actividades ceremoniales se diferencian de los mismos trabajos ejecutados en el tiempo ordinario por el hecho de no revertir más que sobre algunos objetos, que constituyen de algún modo los arquetipos de sus clases respectivas, y también por desarrollarse las ceremonias en una atmósfera embebida de lo sagrado. En efecto, los indígenas tienen consciencia de reproducir en los más mínimos detalles los actos ejemplares de los dioses, tal como éstos los ejecutaron in illo tempore.

Así, periódicamente, el hombre religioso se hace contemporáneo de los dioses en la medida en que reactualiza el Tiempo primordial en el que se cumplieron las obras divinas. Al nivel de estas civilizaciones «primitivas» todo lo que hace el hombre tiene su modelo trans-humano; incluso fuera del Tiempo «festivo», sus gestos imitan los modelos ejemplares fijados por los dioses y los Antepasados míticos. Pero esta imitación corre peligro de hacerse cada vez más incorrecta; el modelo corre el peligro de ser desfigurado o incluso olvidado. Las reactualizaciones periódicas de los gestos divinos, las fiestas religiosas, están ahí para volver a enseñar a los hombres la sacralidad de los modelos. La reparación ritual de barcos o el cultivo ritual del yam no se parecen ya a las operaciones similares efectuadas fuera de los rituales sagrados. Son más exactas, están más próximas de los modelos divinos, y, por otra parte, son rituales: su intención es religiosa. Se hace ceremonialmente la reparación de una barca no porque tenga necesidad de ser reparada, sino porque, en la época mítica, los dioses enseñaron a los hombres cómo se reparaban las barcas. No se trata ya de una operación empírica, sino de un acto religioso, de una imitatio dei. El objeto de la reparación ya no es uno de los múltiples objetos que constituyen la clase «las barcas», sino un arquetipo mítico: la barca misma que los dioses han manipulado «in illo tempore». Por consiguiente, el Tiempo en el que se efectúa la reparación ritual de las barcas enlaza con el Tiempo primordial: es el Tiempo mismo en el que operban los dioses.

Bien es verdad que no todos los tipos de fiestas periódicas pueden reducirse al ejemplo que acabamos de examinar. Pero no es la morfología de la fiesta la que nos interesa, sino la estructura del Tiempo sagrado actualizado en las fiestas. Ahora bien: se puede decir del Tiempo sagrado que es siempre el mismo, que es una «serie de eternidades» (Hubert y Mauss). Cualquiera que sea la complejidad de una fiesta religiosa, se trata siempre de un acontecimiento sagrado que tuvo lugar ab origine y que se hace presente ritualmente. Los participantes se hacen contemporáneos del acontecimiento mítico. En otros términos: «salen> de su tiempo histórico —es decir, el Tiempo constituido por la suma de acontecimientos profanos, personales e interpersonales— y enlazan con el tiempo primordial, que siempre es el mismo, que pertenece a la Eternidad. El hombre religioso desemboca periódicamente en el Tiempo mítico y sagrado, reencuentra el Tiempo del origen, el que «no transcurre», porque no participa en la duración temporal profana por estar constituido por un eterno presente indefinidamente recuperable.

El hombre religioso siente la necesidad de sumergirse periódicamente en ese Tiempo sagrado e indestructible. Para él, es el Tiempo sagrado lo que hace posible el otro tiempo ordinario, la duración profana en la cual se desarrolla toda existencia humana. Es el eterno presente del acontecimiento mítico lo que hace posible la duración profana de los acontecimientos históricos. Para poner un solo ejemplo, es la hierogamia divina que tuvo lugar in illo tempore lo que hizo posible la unión sexual humana. La unión entre el dios y la diosa acontece en un instante atemporal, en un presente eterno; las uniones sexuales entre los humanos, cuando no son rituales, se desarrollan en la duración, en el Tiempo profano. El Tiempo sagrado, mítico, fundamenta asimismo el Tiempo existencial, histórico, pues es su modelo ejemplar. En suma, gracias a los seres divinos o semidivinos todo ha venido a la existencia. El «origen» de las realidades y de la Vida misma es religioso. Se puede cultivar y consumir «corrientemente» el yam, porque periódicamente se le cultiva y se consume de una manera ritual. Y se pueden cumplir estos ritos porque los dioses los han revelado in illo tempore, cuando crearon el hombre y el yam, y mostraron a los hombres cómo se debe cultivar y consumir esta planta alimenticia.

En la fiesta se reencuentra plenamente la dimensión sagrada de la vida, se experimenta la santidad de la existencia humana en tanto que creación divina. El resto del tiempo se está siempre expuesto a olvidar lo que es fundamental: que la existencia no viene «dada» por lo que los modernos llaman «Naturaleza», sino que es creación de los Otros, los dioses o los seres semidivinos. Por el contrario, las fiestas restituyen la dimensión sagrada de la existencia, reenseñando cómo los dioses o los Antepasados míticos han creado al hombre y le han enseñado los diversos comportamientos sociales y los trabajos prácticos.

Desde cierto punto de vista, esta «salida» periódica del Tiempo histórico, y sobre todo las consecuencias que tiene para la existencia global del hombre religioso, puede parecer como un rechazo de la libertad creadora. Se trata, en suma, de un eterno retorno in illo tempore, a un pasado «mítico» que nada tiene de histórico. Se podría concluir que esta eterna repetición de los gestos ejemplares revelados por los dioses ab origine se opone a todo progreso humano y paraliza toda espontaneidad creadora. Tal conclusión está en parte justificada. En parte solamente, pues el hombre religioso, incluso el más «primitivo», no rechaza, por principio, el «progreso»: lo acepta, pero confiriéndole un origen y una dimensión divina. Todo lo que, en la perspectiva moderna, nos parece que ha señalado «progresos» (de cualquier naturaleza: social, cultural, técnico, etc.) en comparación con una situación anterior, todo eso lo asumieron las diversas sociedades primitivas, en el transcurso de su larga historia, como nuevas revelaciones divinas. Dejaremos de momento este aspecto del problema. Lo importante aquí es comprender la significación religiosa de esta repetición de los gestos divinos. Ahora bien: parece evidente que si el hombre religioso siente la necesidad de reproducir indefinidamente los mismos gestos ejemplares, es porque aspira a vivir y se esfuerza por vivir en estrecho contacto con sus dioses.

EL PERIÓDICO HACERSE CONTEMPORÁNEO DE LOS DIOSES

Al estudiar en el capítulo anterior el simbolismo cosmológico de las ciudades, de los templos y las casas hemos mostrado que dicho simbolismo es solidario de la idea de un «Centro del mundo». La experiencia religiosa implicada en el simbolismo del Centro parece ser la siguiente: el hombre desea situarse en un espacio «abierto hacia lo alto», en comunicación con el mundo divino. Vivir junto a un «Centro del Mundo» equivale, en suma, a vivir en la mayor proximidad posible de los dioses.

Descúbrese el mismo deseo de aproximarse a los dioses cuando se analiza la significación de las fiestas religiosas. Reintegrar el tiempo sagrado del origen significa hacerse «contemporáneo de los dioses», es decir, vivir en su presencia, • aun cuando esta presencia sea misteriosa, en el sentido de que no siempre es visible. La intencionalidad descubierta en la experiencia del Espacio y del Tiempo sagrados revela el deseo de reintegrar una situación primordial: aquella en la que los dioses y los antepasados míticos estaban presentes, estaban en trance de crear el Mundo, de organizarlo o de revelar a los humanos los fundamentos de la civilización. Esta «situación primordial» no es de orden histórico, no se puede calcular cronológicamente; se trata de una anterioridad mítica, del Tiempo de «origen», de lo que aconteció «al comienzo», in principio.

Ahora bien, «al comienzo» lo que acontecía era esto: los Seres divinos o semidivinos desarrollaron su actividad sobre la Tierra. La nostalgia de los «orígenes» es, pues, una nostalgia religiosa. El hombre desea reencontrar la presencia activa de los dioses, desea asimismo vivir en un Mundo tan fresco, puro y «fuerte» como salió de las manos del Creador. Es la nostalgia de la perfección de los comienzos lo que explica en gran parte el retorno periódico «in illo tempore». En términos cristianos, podría decirse que se trata de una «nostalgia del Paraíso», aunque, al nivel de las culturas primitivas, el contexto religioso e ideológico sea muy otro que en el judeo-cristianismo. Mas el Tiempo mítico que se aspira a reactualizar periódicamente es un Tiempo santificado por la presencia divina, y se puede decir que el deseo de vivir en la presencia divina y en un mundo perfecto (porque acaba de nacer) corresponde a la nostalgia de una situación paradisíaca.

Como lo hemos señalado anteriormente, ese deseo del hombre religioso de retroceder periódicamente hacia atrás, su esfuerzo por reintegrar una situación mítica, la que había al comienzo, puede parecer insoportable y humillante a los ojos de un moderno. Nostalgia semejante conduce fatalmente a la repetición continua de un número limitado de gestos y de comportamientos. Hasta cierto punto se puede incluso decir que el hombre religioso, sobre todo el de las sociedades «primitivas», es por excelencia un hombre paralizado por el mito del eterno retorno. Un psicólogo moderno sentiría la tentación de descubrir en un comportamiento de esa índole la angustia ante el riesgo de la novedad, la negativa de asumir la responsabilidad de una existencia auténtica e histórica, la nostalgia de una situación «paradisíaca» precisamente porque es embrionaria y está insuficientemente desligada de la naturaleza.

El problema es demasiado complejo para abordarse aquí. Rebasa por lo demás nuestro propósito, pues implica el problema de la oposición entre el hombre moderno y el hombre premoderno. Observemos, sin embargo, que sería un error el creer que el hombre religioso de las sociedades primitivas y arcaicas se niega a asumir la responsabilidad de una existencia auténtica. Por el contrario, según hemos visto y habremos de ver, asume valerosamente responsabilidades enormes: por ejemplo, la de colaborar a la creación del Cosmos, la de crear su propio mundo, la de asegurar la vida de las plantas y de los animales, etc. Pero se trata de otro tipo de responsabilidad que aquellas que nos parecen las únicas auténticas y valederas. Se trata de una responsabilidad en el plano cósmico, a diferencia de las responsabilidades de orden moral, social o histórico, las únicas que conocen las civilizaciones modernas. En la perspectiva de la existencia profana, el hombre no reconoce otra responsabilidad que la que tiene con respecto a sí mismo y con respecto a la sociedad. Para él el Universo no constituye, propiamente hablando, un Cosmos, una unidad viva y articulada; para él es, pura y simplemente, la suma de las reservas materiales y de las energías físicas del planeta y la gran preocupación del hombre moderno estriba en no agotar torpemente los recursos económicos del globo. En cambio, existencialmente, el primitivo se sitúa siempre en un contexto cósmico, su experiencia apersonal no está falta de autenticidad ni de profundidad, pero por expresarse en un lenguaje que no nos es familiar, semeja a los ojos de los modernos inauténtica o infantil.

Volviendo a nuestro propósito inmediato, no tenemos fundamento alguno para interpretar el retorno periódico al tiempo sagrado del origen como un rechazo del mundo real y una evasión al ensueño y a lo imaginario. Por el contrario, se deja ver aquí también la obsesión ontológica, esa característica esencial del hombre de las sociedades primitivas y arcaicas. Pues, en resumidas cuentas, desear reintegrar el Tiempo de origen significa desear también reencontrar la presencia de los dioses y recuperar el Mundo fuerte, fresco y puro, tal como era in illo tempore. Se trata a la vez de una sed de lo sagrado y de una nostalgia del Ser. En el plano existencial, esta experiencia se traduce en la certidumbre de poder recomenzar periódicamente la vida con el mayor número de «oportunidades». Se trata, en efecto, no sólo de una visión optimista de la existencia, sino también de una adhesión total al Ser. Por todos sus comportamientos, el hombre religioso proclama que no cree más que en el Ser, que su participación en el Ser se la garantiza la revelación primordial de la que es custodio. La suma de las revelaciones primordiales está constituida por sus mitos.

MITO = MODELO EJEMPLAR

El mito relata una historia sagrada, es decir, un acontecimiento primordial que tuvo lugar en el comienzo del Tiempo, ab initio.[10] Mas relatar una historia sagrada equivale a revelar un misterio, pues los personajes del mito no son seres humanos: son dioses o Héroes civilizadores, y por esta razón sus gesta constituyen misterios: el hombre no los podría conocer si no le hubieran sido revelados. El mito es, pues, la historia de lo acontecido in illo tempore, el relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del Tiempo. «Decir» un mito consiste en proclamar lo que acaeció ab origine. Una vez «dicho», es decir, «revelado», el mito pasa a ser verdad apodíctica: fundamenta la verdad absoluta. «Así es porque está dicho que es así», declaran los esquimales netsilik para justificar lo bien fundadas que están su historia sagrada y sus tradiciones religiosas. El mito proclama la aparición de una nueva «situación» cósmica o de un acontecimiento primordial. Consiste siempre en el relato de una «creación»: se cuenta cómo se efectuó algo, cómo comenzó a ser. He aquí la razón que hace al mito solidario de la ontología; no habla sino de realidades, de lo que sucedió realmente, de lo que se ha manifestado plenamente.

Se trata evidentemente de realidades sagradas, pues lo sagrado es lo real por excelencia. Nada perteneciente a la esfera de lo profano participa en el Ser, ya que lo profano no ha recibido un fundamento ontológico del mito, carece de modelo ejemplar. Cerno lo hemos de ver más adelante, el trabajo agrícola es un trabajo revelado por los dioses o por los Héroes civilizadores. También constituye un acto a la vez real y significativo. Comparémoslo con el trabajo agrícola en una sociedad desacralizada: aquí se ha convertido en un acto profano, cuya única justificación es el beneficio económico. Se trabaja la tierra para explotarla, se persigue el alimento y la ganancia. Despojado de simbolismo re¬ligioso, el trabajo agrícola se hace a la vez «opaco» y extenuante: no revela significación alguna, no depara «abertura» alguna hacia lo universal, hacia el mundo del espíritu.

Ningún dios, ningún Héroe civilizador ha revelado nunca un acto profano. Todo lo que los dioses o los antepasados han hecho, es decir, todo lo que los mitos refieren de su actividad creadora, pertenece a la esfera de lo sagrado y, por consiguiente, participa en el Ser. Por el contrario, lo que los hombres hacen por su propia iniciativa, lo que hacen sin modelo mítico, pertenece a la esfera de lo profano: por tanto, es una actividad vana e ilusoria; a fin de cuentas, irreal. Cuanto más religioso es el hombre, mayor es el acervo de modelos ejemplares de que dispone para sus modos de conducta y sus acciones. O mejor dicho, cuanto mas religioso es, tanto más se inserta en lo real y menor es el riesgo que corre de perderse en acciones no-ejemplares, «subjetivas» y, en suma, aberrantes.

Hay un aspecto en el mito que merece subrayarse de un modo particular: el mito revela la sacralidad absoluta, porque relata la actividad creadora de los dioses, desvela la sacralidad de su obra. En otros términos: el mito describe las diversas y a veces dramáticas irrupciones de lo sagrado en el mundo. Por esta razón, entre muchos primitivos, los mitos no pueden recitarse indiferentemente en cualquier lugar y momento, sino tan sólo en las estaciones más ricas ritualmente (otoño, invierno) o en el intervalo de las ceremonias religiosas; en una palabra: en un lapso sagrado. Y es la irrupción de lo sagrado en el mundo referido por el mito lo que realmente fundamenta el mundo. Todo mito muestra cómo ha venido a la existencia una realidad, sea ésta la realidad total, el Cosmos, o tan sólo un fragmento de ella: una isla, una especie vegetal, una institución humana. Al narrar cómo han venido las cosas a la existencia, se les da una explicación y se responde indirectamente a otra pregunta: ¿por qué han venido a la existencia? El «por qué» está siempre imbricado en el «cómo». Y esto por la simple razón de que al referir cómo ha nacido una cosa se revela la irrupción de lo sagrado en el Mundo, causa última de toda existencia real.

Por otra parte, al ser toda creación obra divina y, por tanto, irrupción de lo sagrado, representa asimismo una irrupción de energía creadora en el mundo. Toda creación estalla de plenitud. Los dioses crean por exceso de potencia, por desbordamiento de energía. La creación se hace por acrecentamiento de sustancia ontológica. Por esta razón, el mito que refiere esta ontofanía sagrada, esta manifestación victoriosa de plenitud de ser, se erige en modelo ejemplar de todas las actividades humanas: sólo él revela lo real, lo sobreabundante, lo eficaz. «Debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio», dice un texto indio (çatapatha Brahmána, VII, 2, r, 4). «Así lo hicieron los dioses, así lo hacen los hombres», añade Taittiriya Brahmána (I, 5, ix, 4). La función magistral del mito es, pues, la de «fijar» los modelos ejemplares de todos los ritos y de todas las actividades humanas significativas: alimentación, sexualidad, trabajo, educación, etc. Al comportarse en cuanto ser humano plenamente responsable, el hombre imita los gestos ejemplares de los dioses, repite sus acciones, trátese de una simple función fisiológica como la alimentación, o de una actividad social, económica, cultural, militar, etc.

En Nueva Guinea, múltiples mitos hablan de largos viajes por el mar, proporcionando así «modelos a los actuales navegantes», pero también modelos para todas las demás actividades, «trátese de amor, de guerra, de pesca, de provocar la lluvia o de lo que sea... El relato proporciona precedentes a los diferentes momentos de la construcción de un barco, por los tabús sexuales que ésta implica, etc.». El capitán que se da a la mar personifica al héroe mítico Aori. «Lleva el traje que Aori llevaba según el mito; tiene como él el rostro ennegrecido, y porta en los cabellos un love semejante al que Aori quitó de la cabeza de Iviri. Danza en la plataforma y abre los brazos como Aori desplegaba sus alas... Un pescador me dice que cuando iba a disparar flechas a los peces se tenía por Kivavia en persona. No impetraba el favor ni la ayuda de este héroe mítico: se identificaba con él».[11]

Este simbolismo de los precedentes míticos se reencuentra en otras culturas primitivas. A propósito de los karuk de California, J. P. Harrington escribe: «Todo lo que hacía el karuk lo llevaba a cabo por el hecho de que los ikxareyavs, según se creía, habían dado ejemplo de ello en los tiempos míticos. Tales ikxareyavs eran las gentes que habitaban en América antes de la llegada de los indios. Los karuk modernos, por no saber cómo verter esta palabra, proponen traducciones tales como "los príncipes", "los jefes", "los ángeles"... No permanecieron con ellos salvo el tiempo necesario para darles a conocer y poner en funcionamiento todas las costumbres, diciendo a cada paso a los karuk: "He aquí cómo harán los humanos." Sus actos y sus palabras todavía los refieren hoy y los citan las fórmulas mágicas de los karuk».[12] Esta fiel repetición de los modelos divinos tiene un doble significado: 1.°) por una parte, al imitar a los dioses, el hombre se mantiene en lo sagrado y, por consiguiente, en la realidad; 2.°) por otra, gracias a la reactualización ininterrumpida de los gestos divinos ejemplares, el mundo se santifica. El comportamiento religioso de los hombres contribuye a mantener la santidad del mundo.

REACTUALIZAR LOS MITOS

No carece de interés el observar que el hombre religioso asume una humanidad que tiene un modelo trans-humano trascendente. Sólo se reconoce verdaderamente hombre en la medida en que imita a los dioses, a los Héroes civilizadores o a los Antepasados míticos. En resumen, el hombre religioso aspira a ser distinto de lo que encuentra que es en el plano de su experiencia profana. El hombre religioso no se da: se hace a sí mismo, aproximándose a los modelos divinos. Estos modelos, como hemos dicho, los conservan los mitos, los conserva la historia de los gesta divinos. Por consiguiente, el hombre religioso también se considera hecho por la Historia, como el hombre profano, pero la única Historia que le interesa es la Historia sagrada revelada por los mitos, la de los dioses; en tanto que el hombre profano pretende estar constituido únicamente por la Historia humana, es decir, precisamente por esa suma de actos que, para el hombre religioso, no ofrecen interés alguno por carecer de modelos divinos. Preciso es subrayarlo: desde el principio, el hombre religioso sitúa su propio modelo a alcanzar en el plano transhumano, en el plano que le ha sido revelado por los mitos. No se llega a ser verdadero hombre, salvo conformándose a la enseñanza de los mitos, salvo imitando a los dioses.

Añadamos que semejante imitatio dei implica a veces para los primitivos una responsabilidad muy grave. Hemos visto que ciertos sacrificios sangrientos hallan su justificación en un acto divino primordial: in illo tempore, el dios ha matado al monstruo marino y despedazado su cuerpo a fin de crear el Cosmos. El hombre repite ese sacrificio sangriento, a veces incluso humano, cuando ha de construir un pueblo, un templo o simplemente una casa. Lo que pueden ser las consecuencias de la imitatio dei se desprende con harta claridad de las mitologías y de los rituales de numerosos pueblos primitivos. Para poner sólo un ejemplo: según los mitos de los paleo-cultivadores, el hombre ha llegado a ser lo que actualmente es: moral, sexualizado y condenado al trabajo, a consecuencia de un homicidio primordial: antes de la época mitica, un Ser divino, con mucha frecuencia una mujer o una muchacha, a veces un niño o un hombre, se ha dejado inmolar para que los tubérculos o los árboles frutales pudieran brotar de su cuerpo. Este primer asesinato cambió radicalmente el modo de ser de la existencia humana. La inmolación del Ser divino instauró tanto la necesidad de la alimentación como la fatalidad de la muerte, y como secuela, la sexualidad, único medio de asegurar la continuidad de la vida. El cuerpo de la divinidad inmolada se transformó en alimento; su alma descendió bajo tierra, donde fundó el País de los Muertos. Ad. E. Jensen, que ha consagrado a este tipo de divinidades, que denomina divinidades dema, un estudio importan¬te, ha demostrado muy bien que al alimentarse o al fallecer el hombre participa en la existencia de los dema.[13]

Para todos estos pueblos paleo-cultivadores lo esencial consiste en evocar periódicamente el acontecimiento primordial que fundó la actual condición humana. Toda su vida religiosa es una conmemoración, una rememoración. El recuerdo re-actualizado por los ritos (por la reiteración del homicidio primordial) desempeña un papel decisivo: es preciso cuidarse muy bien de no olvidar lo que pasó in illo tempore. El verdadero pecado es el olvido: la joven que, después de su primera menstruación, permanece tres días en una cabaña a oscuras, sin hablar con nadie, se comporta asi porque la hija mítica asesinada, al transformarse en luna, permaneció tres días en las tinieblas; si la joven catamenial quebranta el tabú del silencio y habla, se hace culpable del olvido de un acontecimiento primordial. La memoria personal no entra en juego: lo que cuenta es el rememorar el acontecimiento mítico, el único digno de interés, porque es el único creador. Al mito primordial le corresponde el conservar la verdadera historia, la historia de la condición humana: en él hay que buscar y reencontrar los principios y paradigmas de toda conducta.

Es en este estado de cultura donde se encuentra el canibalismo ritual. La gran preocupación del caníbal parece ser de esencia metafísica: no debe olvidar lo que ocurrió in illo ternpore. Volhardt y Jensen lo han mostrado con claridad meridiana: al inmolar y devorar las cerdas con motivo de las fiestas, al comer las primicias de la recolección de los tubérculos, lo que se está haciendo es comer el cuerpo divino lo mismo que en los festines canibalescos. Sacrificios de cerdas, caza de cabezas y canibalismo son solidarios simbólicamente de la recolección de los tubérculos o de los cocos. A Vol¬hardt [14] le corresponde el mérito de haber deducido, al propio tiempo que el sentido religioso de la antropofagia, la responsabilidad humana asumida por el caníbal. La planta alimenticia no se da en la Naturaleza: es el producto de un asesinato, pues así se creó en el albor de los tiempos. La caza de cabezas, los sacrificios humanos, el canibalismo los ha aceptado el hombre, al objeto de hacerse cargo de la vida de las plantas. Volhardt ha insistido, con razón, en ello. El caníbal asume su responsabilidad en el mundo, el canibalismo no es un comportamiento «natural» del hombre «primitivo» (tampoco se sitúa por lo demás en los niveles más arcaicos de cultura), sino un comportamiento cultural, basado en una concepción religiosa de la vida. Para que el mundo vegetal sobreviva, el hombre ha de matar y ser matado; debe, además, asumir la sexualidad hasta sus límites extremos: la orgía. Una canción abisinia lo proclama: «La que no haya engendrado todavía, ¡que engendre! El que todavía no haya matado, ¡que mate!» Es una forma de decir que los dos sexos están condenados a asumir su destino.

No se debe olvidar, antes de emitir un juicio sobre el canibalismo, que lo fundaron Seres sobrenaturales. Pero lo fundaron para permitir a los humanos asumir una responsabilidad en el Cosmos, para ponerles en situación de velar por la continuidad de la vida vegetal. Trátase, pues, de una responsabilidad de orden religioso. Los caníbales uitoto lo afirman: «Nuestras tradiciones están siempre vivas entre nosotros, incluso cuando no danzamos; pero trabajamos tan sólo para poder danzar.» Las danzas consisten en la reiteración de todos los acontecimientos míticos y, por tanto, también del primer asesinato seguido de antropofagia.

Hemos traído a colación este ejemplo para mostrar que, tanto entre los primitivos como en las civilizaciones paleo-orientales, la imitatio dei no se concibe de manera idílica, sino que implica una terrible responsabilidad humana. Al juzgar una sociedad «salvaje», no hay que perder de vista que incluso los actos más bárbaros y los comportamientos más aberrantes tienen modelos trans-humanos, divinos. Problema muy diferente, que no abordaremos aquí, es el de saber por qué y a consecuencia de qué degradaciones e incomprensiones degeneran ciertos comportamientos religiosos y se hacen aberrantes. Lo que interesa subrayar aquí es que el hombre religioso quería y creía imitar a sus dioses incluso cuando se dejaba arrastrar a acciones que rayaban en la demencia, la torpeza o el crimen.

HISTORIA SAGRADA, HISTORIA, HISTORICISMO

Recapitulemos: el hombre religioso conoce dos clases de Tiempo: profano y sagrado. Una duración evanescente y una «serie de eternidades» recuperables periódicamente durante las fiestas que constituyen el calendario sagrado. El tiempo litúrgico del calendario se desarrolla en círculo cerrado: es el Tiempo cósmico del Año, santificado por las «obras de los dioses». Y puesto que la obra divina más grandiosa ha sido la Creación del Mundo, la conmemoración de la cosmogonía desempeña un papel importante en muchas religiones. El Año Nuevo coincide con el primer día de la Creación. El Año es la dimensión temporal del Cosmos. Se dice «el Mundo ha pasado» cuando ha transcurrido un año.

Cada Año Nuevo se reitera la cosmogonía, se recrea el Mundo, y con ello se «crea» también el Tiempo, se le regenera «comenzándolo de nuevo». Sirve también el mito cosmogónico de modelo ejemplar a toda «creación» a toda «construcción» y se le emplea asimismo como medio ritual de curación. Al hacerse simbólicamente contemporáneo de la Creación, se reintegra la plenitud primordial. El enfermo se cura porque recomienza su vida con un acopio intacto de energía.

La fiesta religiosa es la reactualización de un acontecimiento primordial, de una «historia sagrada» cuyos protagonistas son los dioses o los Seres semidivinos. Ahora bien: la «historia sagrada» es referida por los mitos. Por consiguiente, los participantes en la fiesta se hacen contemporáneos de los dioses y de los Seres semidivinos. Viven en el Tiempo primordial santificado por la presencia y la actividad de los dioses. El calendario sagrado regenera periódicamente el Tiempo, porque lo hace coincidir con el Tiempo del origen, el Tiempo «fuerte» y «puro». La experiencia religiosa de la fiesta, es decir, la participación en lo sagrado, permite a los hombres vivir periódicamente en la presencia de los dioses. De ahí la importancia capital de los mitos en las religiones premosaicas, pues los mitos relatan los gesta de los dioses, y esta gesta constituyen los modelos ejemplares de todas las actividades humanas. En la medida en que imita a sus dioses, el hombre religioso vive en el Tiempo del origen, el Tiempo mítico. Se «sale» de la duración profana para enlazar con un Tiempo «inmóvil», con la «Eternidad».

Dado el que los mitos constituyen su «historia santa», el hombre religioso de las sociedades primitivas ha de cuidarse bien de no olvidarlos: al reactualizar los mitos, se aproxima a sus dioses y comparte su santidad. Pero hay también «historias divinas trágicas», y el hombre asume una gran responsabilidad ante sí mismo y ante la naturaleza al reactualizarlas periódicamente. El canibalismo ritual, por ejemplo, es secuela de una concepción religiosa trágica.

En resumen, por la reactualización de sus mitos, el hombre religioso se esfuerza por aproximarse a los dioses y por participar en el Ser; la imitación de los modelos ejemplares divinos expresa a la vez su deseo de santidad y su nostalgia ontológica.

En las religiones primitivas y arcaicas, la eterna repetición de los gestos divinos se justifica en tanto que imitatio dei. El calendario sagrado recoge anualmente las mismas fiestas, la conmemoración de los mismos acontecimientos míticos. Propiamente hablando, el calendario sagrado se presenta como el «eterno retorno» de un número limitado de gestos divinos, y esto es cierto no sólo en las religiones primitivas, sino también en las demás religiones. Por todas partes el calendario de las fiestas constituye un retorno periódico de las mismas situaciones primordiales y, por consiguiente, la reactualización del Tiempo sagrado. Para el hombre religioso, la reactualización de los mismos acontecimientos míticos constituye su mayor esperanza: en cada reactualización reencuentra la oportunidad de transfigurar su existencia y hacerla semejante al modelo divino. En una palabra: para el hombre religioso de las sociedades primitivas y arcaicas la eterna repetición de gestos ejemplares y el eterno reencuentro con el mismo Tiempo mítico del origen, santificado por los dioses, no implica en abso¬luto una visión pesimista de la vida; antes bien, gracias a dicho «eterno retorno» a las fuentes de lo sagrado y de lo real, le parece que se salva la existencia humana de la nada y de la muerte.

La perspectiva cambia por completo cuando el sentido de la religiosidad cósmica se oscurece. Es lo que sucede en algunas sociedades más evolucionadas, en el momento en que las élites intelectuales se desligan progresivamente de los marcos de la religión tradicional. La santificación periódica del Tiempo cósmico aparece entonces como inútil e insignificante. Los dioses dejan de ser accesibles a través de los ritmos cósmicos. La significación reli¬giosa de la repetición de los gestos ejemplares se pierde. Ahora bien: la repetición despojada de su contenido religioso conduce necesariamente a una visión pesimista de la existencia. Cuando deja de ser un vehículo para reintegrar una situación primordial y para reencontrar la presencia misteriosa de los dioses, cuando se desacraliza, el Tiempo cíclico se hace terrorífico: se revela como un círculo que gira indefinidamente sobre sí mismo, repi¬tiéndose hasta el infinito.

Es lo que ha sucedido en la India, donde la doctrina de los ciclos cósmicos (yuga) ha sido sabiamente elaborada. Un ciclo completo, un mahayuga, comprende doce mil años. Se termina con una «disolución», un pralaya, que se repite de una manera más radical (mahapralaya, la «Gran Disolución») al final del milésimo ciclo. Pues el esquema ejemplar: «creación-destrucción-creación, etc.», se reproduce hasta el infinito. Los doce mil años de un mahayuga se consideran como «años divinos» que duran cada uno trescientos sesenta años, lo que da un total de cuatro millones trescientos veinte mil años para un solo ciclo cósmico. Un millar de tales maháyuga constituye un kalpa («forma»); catorce kalpa forman un manvantara (llamado asi porque se supone que cada manvantára está regido por un Manu, el Antepasado-Rey mítico). Un kalpa equivale a un día de la vida de Brahma; otro kalpa a una noche. Cien de estos «años» de Brahma, es decir, trescientos once billones de años del hombre, constituyen la vida del Dios. Pero ni siquiera esta considerable duración de la vida de Brahma llega a agotar el Tiempo, pues los dioses no son eternos y las creaciones y destrucciones cósmicas prosiguen ad infinitum.[15]

Es el auténtico «eterno retorno», la eterna repetición del ritmo fundamental del Cosmos: su destrucción y su recreación periódica. En suma, es la concepción primitiva del «Año-Cosmos», pero despojada de su contenido religioso. Hay que decir que la doctrina de los yuga fue elaborada por las élites intelectuales y que, si llegó a ser una doctrina pan-india, no hay que pensar por ello que se reveló en su aspecto terrorífico a todos los pueblos de la India. Eran especialmente las élites religiosas y filosóficas las que sentían desesperación ante el Tiempo cíclico que se repetía hasta el infinito. Pues este eterno retorno implicaba, para el pensamiento indio, el eterno retorno a la existencia gracias al karma, la ley de la causalidad universal. Por otra parte, el Tiempo se equiparaba a la ilusión cósmica (maya), y el eterno retorno a la existencia significaba la prolongación indefinida del sufrimiento y de la esclavitud. Para estas élites religiosas y filosóficas no quedaba sino la esperanza de la no-vuelta a la existencia, de la abolición del karma; en otros términos: la definitiva liberación (moksha), que implicaba la trascendencia del Cosmos.[16]

Grecia conoció asimismo el mito del eterno retorno, y los filósofos de época tardía llevaron a sus últimos límites la concepción del tiempo circular. Citando el bello tratado de H. Ch. Puech: «Según la célebre definición platónica, el tiempo, que determina y mide la revolución de las esferas celestes, es la imagen móvil de la eternidad inmóvil, que imita desarrollándose en círculo. Por consiguiente, el devenir cósmico en su totalidad y, por tanto, la duración de este mundo nuestro de generación y corrupción se desarrollarán en círculo o según una sucesión indefinida de ciclos en cuyo transcurso la misma realidad se hace, se deshace, se rehace, conforme a una ley y a alternativas inmutables. No sólo la misma suma de ser se conserva sin que nada se pierda ni se cree, sino que algunos pensadores de la antigüedad agonizante —pitagóricos, estoicos, platónicos—, llegaron incluso a admitir que en el interior de cada uno de estos ciclos de duración, de estos aiones, de estos aeva, se reproducen las mismas situaciones que se produjeron ya en los ciclos anteriores y se reproducirán en los ciclos subsiguientes, y esto hasta el infinito. Ningún acontecimiento es único ni se representa una sola vez (por ejemplo, la condena y muerte de Sócrates), sino que se ha representado y representará a perpetuidad; los mismos individuos han aparecido, aparecen y reaparecerán a cada vuelta del círculo sobre sí mismo. La duración cósmica es repetición y anakyklesis, eterno retorno».[17]

Con relación a las religiones arcaicas y paleo-orientales, así como en relación con las concepciones mítico-filosóficas del eterno retorno, tal como fueron elaboradas en la India y en Grecia, el judaismo presenta una innovación fundamental. Para el judaismo, el Tiempo tiene un comienzo y tendrá un fin. La idea del tiempo cíclico se ha superado. Yahvé no se manifiesta ya en el Tiempo cósmico (como los dioses de otras religiones), sino en un Tiempo histórico, que es irreversible. Cada nueva manifestación de Jahvé en la Historia no es reducible a una manifestación anterior. La destrucción de Jerusalén expresa la cólera de Yahvé contra su pueblo, pero no es la misma cólera que Yahvé había manifestado con la destrucción de Samaria. Sus gestos son intervenciones personales en la Historia y no revelan su profundo sentido más que para su pueblo, el pueblo que Yahvé ha escogido. El acontecer histórico gana aquí una nueva dimensión: se convierte en una teofanía.[18]

El cristianismo va aún más lejos en la valorización del Tiempo histórico. Por haber encarnado Dios, por haber asumido una existencia humana históricamente condicionada, la Historia se hace susceptible de santificarse. El illud tempus evocado por los Evangelios es un Tiempo histórico claramente limitado —el tiempo en que Poncio Pilato era gobernador de Judea—, pero fue santificado por la presencia de Cristo. El cristiano contemporáneo que participa en el tiempo litúrgico se incorpora al illud tempus en que vivió, agonizó y resucitó Jesús; pero no se trata ya de un Tiempo mítico, sino del Tiempo en que Poncio Pilato gobernaba Judea. Para el cristiano también el calendario sagrado reproduce indefinidamente los acontecimientos de la existencia de Cristo, pero estos acontecimientos se desarrollaron en la Historia; ya no son hechos que sucedieran en el origen del Tiempo, «al comienzo» (con la particularidad que para el cristiano el Tiempo comienza de nuevo con el nacimiento de Cristo, pues la encarnación funda una situación nueva del hombre en el Cosmos). Resumiendo, la Historia se presenta como una nueva dimensión de la presencia de Dios en el mundo. La Historia vuelve a ser Historia santa, tal como se la concebía, pero en una perspectiva mítica, en las religiones primitivas y arcaicas.[19]

El cristianismo conduce a una teología y no a una filosofía de la Historia, pues las intervenciones de Dios en la Historia, y especialmente la encarnación en la persona histórica de Jesucristo, tienen un fin trans-histórico: la salvación del hombre.

Hegel vuelve a tomar la ideología judeo-cristiana y la aplica a la Historia universal en su totalidad: el Espíritu universal se manifiesta continuamente en los acontecimientos históricos, y no se manifiesta más que en ellos. La Historia se convierte, pues, en su totalidad, en una teofanía: todo lo que ha sucedido en la Historia debía suceder asi, porque así lo ha querido el Espíritu Universal. Con ello se deja abierto el camino a las diferentes formas de filosofía historicista del siglo xx. Aquí se detiene nuestra investigación, pues todas estas nuevas valorizaciones del Tiempo y de la Historia pertenecen a la historia de la filosofía. Sin embargo, hay que añadir que el historicismo se constituye como un producto de descomposición del cristianismo: concede una importancia decisiva al hecho histórico (que es una idea de origen judeo-cristiano), pero al hecho histórico en cuanto tal, es decir, denegándole toda posibilidad de revelar una intención soteriológica, transhistórica.[20]

En lo que concierne a las concepciones del Tiempo en que se han detenido algunos filósofos historicistas y existencialistas, no deja de tener su interés una observación: a pesar de no ser concebido ya como un «círculo», el Tiempo recupera, en estas filosofías modernas, el aspecto terrorífico que tenía en las filosofías india y griega del Eterno Retorno. Definitivamente desacralizado, el Tiempo se presenta como una duración precaria y evanescente que conduce irremediablemente a la muerte.

CAPITULO II – LO PROFANO Y LO SAGRADO

NOTAS

[1] 28 Werner Müller, Die blaue Hütte, Wiesbaden, 1954, p. 133.
[2] 29 H. Usener, Gotternamen, 2.a ed., Bonn, 1920, pp. 191 ss.
[3] 30 Werner Muller, Kreis uní Kreuz, Berlín, 1938, p. 39; cf. también pp. 33 ss.
[4] 31 Para los rituales del Nuevo Año, cf. M. Eliade, Le Mythe de l'Éternel Retour, pp. 89 ss.
[5] 32 cf. las referencias bibliográficas en Eliade, Traite d'histoire des religions, pp. 351 ss.; id., Aspects du Mythe, Gallimard, 1963, pp. 44 ss., trad. esp., Guadarrama, 1968.
[6] 33 J. P. Rock, The Na-khi Naga Cult and related Ceremonies, Roma, 1952, vol. I, pp. 108, 197, 279 ss.
[7] 34 cf. Le Mythe de l'Éternel Retour, pp. 126 ss.; Aspects du Mythe, pp. 42-43.
[8] 35 p. J. Gillen, The natíve Tribes of Central Australia, 2a ed., Londres, 1938, pp. 170 ss
[9] 36 Cf. Raymond Firth, The Work of Gods in Tikopia, I, Londres, 1940.
[10] 37 En las páginas siguientes tomamos largos pasajes de nuestros libros Le Mythe de l'Éternel Retour y Aspects du Mythe.
[11] 38 p. E. Williams, citado por Luciano Lévy-Bruhl, La Mythologie primitive, París, 1935, pp. 162-164.
[12] 39 J. P. Harrington, citado por Lévy-Bruhl, ibid., p. 165.
[13] 40 Ad. E. Jensen, Das religiose Weltbild einer frühen Kultur, Stuttgart, 1948.
El término dema ha sido tomado por Jensen de los marind-anim de Nueva Guinea. Cf. también Aspects du Mythe, pp. 129 ss.
[14] 41 E. Volhardt, Kannibalismus, Stuttgart, 1939. Cf. M. Eliade, Mythes, reves et mystéres, Gallimard, 1957, pp. 37 ss.
[15] 42 M. Eliade, Le Mythe de l'Éternel Retour, pp. 169 ss. Véa¬se también Images et symboles, París, 1952, pp. 80 ss.
[16] 43 Esta trascendencia se logra, por otra parte, aprovechando el «momento favorable» (kshana) lo que implica una especie de Tiempo sagrado que permite la «salida del Tiempo»; véase Images et Symboles, pp. 105 ss.
[17] 44 Henry-Charles Puech, «La Gnose et le Temps»: Eranos-Jahrbuch, XX, 1951, pp. 60-61.
[18] 45 Le Mythe de l'Éternel Retour, pp. 152 ss., sobre la valo¬rización de la Historia por el judaismo, sobre todo por los profetas.
[19] 46 Cf. M. Eliade, Images et Symboles, pp. 222 ss.; Aspects du Mythe, pp. 199 ss.
[20] 47 Sobre las dificultades del historicismo, véase Le Mythe de l'Éternel Retour, pp. 218 ss.

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